sábado, 5 de junio de 2010

4. El Gran Cassini




El Gran Cassini subió al escenario y saludó doblando el cuerpo por la cintura a la vez que extendía el brazo derecho y recogía el izquierdo sobre su pecho. Antes extendía los dos brazos, pero un error de cálculo en uno de sus números le lesionó el brazo izquierdo y le imposibilitó la movilidad del codo. “Tiene que elegir, amigo mío –le dijo el médico del villorrio en el que actuó ese día- qué posición prefiere para su brazo. Y piénselo bien porque una vez que lo entablille, ya no podrá volver a moverlo”. El Gran Cassini eligió que su brazo y su antebrazo formaran un ángulo de noventa grados, y esa geometría siguen manteniendo muchos años después.

-Estimado público –dijo una vez que finalizó la reverencia-, señoras, señores y niños que tan amablemente han acudido a la función: Tengo el placer de anunciar que el espectáculo del Gran Cassini, el último mago verdadero, está a punto de comenzar.

Con una casaca roja con ribetes y botones dorados, un bigotillo que era poco más que una fila de hormigas, una calva total y algo más de un metro cincuenta de altura, el mago dio un paso al lado para dejar espacio a su ayudante.

-Tengo también el gusto de presentarles a mi colaboradora en este espectáculo de fantasía, la bella Sara.
La bella Sara hizo una reverencia -ella sí extendió ambos brazos-, hizo un gracioso giro con las dos manos y se dispuso a ordenar los aparatos que el mago utilizaría en la función.

Hubo flores de papel salidas de entre los dedos del artista, pájaros encontrados en el fondo de una chistera, una bola que se deslizó sobre el filo de un pañuelo, cartas que volaron para caer de nuevo agrupadas y en el orden correcto, e incluso adivinó el número –entre uno y un millón- que un espectador elegido al azar escribió en un pedazo de papel.

Todo este tiempo, Sara se movió con agilidad, sin despegar los labios y surtiendo siempre al mago de lo que iba necesitando para cada número. Sin parar sobre el escenario, Sara iba y venía, daba, recogía, colocaba y sobre todo sonreía. Siempre sonreía.

Nadie notó la limitada movilidad del brazo del artista, ni tampoco el temblor de sus manos, que no era debido a ningún accidente sino al simple pero inexorable paso del tiempo. Sabía que poco a poco sus habilidades iban a mermar, y había decidido –aunque ni la bella Sara lo sabía- que esta sería su última función. La noche anterior había dormido mal en el camastro de la caravana que les servía de hogar a ambos. Habían sido muchos los años compartiendo el espacio y el trabajo y muchas las noches de sueños divididos por una cortina. Pero a pesar de todo, decidió no compartir con la bella Sara que el último mago verdadero dejaría de actuar esa noche.

Al final de la función, el mago anunció el último gran número:
-Queridísimo público, van a tener ocasión de ver algo que jamás se ha realizado antes. No existe en este mundo nadie capaz de llevarlo a cabo excepto el Gran Cassini. La bella Sara se tumbará en la mesa que hay a mi derecha y yo la atravesaré con la espada que ella misma me entregará sin causarle el menor daño.

Sara se tumbó boca arriba sobre la mesa y el mago, con una habilidad imprevista para una sola mano, desplegó una sábana de seda púrpura sobre ella dejando su sonrisa a la vista. Las formas de la ayudante se dibujaban bajo el lienzo, que apenas se movía con su respiración. Con su mano derecha sujetaba la espada que entregó a Cassini y a continuación deslizó el brazo bajo la sábana.
El mago levantó la espada y la sostuvo sobre el pecho de Sara. Su mano tembló, sus músculos se estremecieron de manera imperceptible y Cassini supo que no podría mantener el suspense más tiempo. Con un golpe seco clavó la espada en el pecho de la mujer.

La bella Sara no pestañeó y mantuvo la sonrisa.

Una sonrisa congelada para siempre en un rostro que ya no tenía vida.



viernes, 4 de junio de 2010

Anotaciones (III)




Sucedió que Ra se hizo mayor y claro, aunque uno sea un dios e intente mantenerse en forma, los años no pasan en balde. Además no consigo imaginar a Ra haciendo jogging o footing o cualquiera de esas cosas que acaban en ing para mantener sus músculos firmes como los de un apolo; tampoco estaba de moda hacerse un lifting –otro ing- y sobre todo, no nos engañemos: Ra es un dios con d minúscula y eso se acaba notando.

El caso es que a Ra le salieron patas de gallo, y el Hombre se dio cuenta. Y cuando el Hombre se fija en algo, ya sea con mayúsculas o con minúsculas, siempre intenta sacar partido. Así que comenzó a burlarse del dios y a intentar arrebatarle su poder.

Ra, envejecido, con bastón y un principio de parkinson, llamó a la diosa Hathor. Esta diosa también lo era en minúsculas, pero tenía una mala leche mayúscula. Se dedico a la matanza y el saqueo y dejó a la Humanidad tiritando. A Ra le dio un poco de pena cuando lo vio todo lleno de cadáveres y miembros fuera de sitio –cosas de la edad, le dijo Hathor- y le pidió que parara, que el castigo había sido más que suficiente y que seguro que a partir de entonces le respetarían igual que en sus mejores años.

Pero la diosa era como un ataque de risa tonta, y no había quien la detuviera. Ra tuvo que llevársela de copas y a base de cerveza mezclada con ocre rojo, entonces lo más in –sin g- la dejó fuera de combate. Cuando se le pasó la resaca se olvidó de la Humanidad y se dedicó a esas otras cosas que hacen las diosas y que ahora no vienen a cuento.

De todas maneras, Ra estaba un poco cansado de tanto gobernar y decidió retirarse. Delegó su reinado en Thot y decidió ascender a la recién creada bóveda celeste a lomos de una vaca. Desde entonces los rayos del Sol se despliegan sobre la Tierra.

Para que la historia no fuera olvidada, los hombres la escribieron en los templos y monumentos funerarios de entonces, y se conoce como El Libro de la Vaca Celeste -por el cielo, no porque el animal estuviera pintado de azul clarito-.